―Se hace tarde, pequeña.
En el interior de
aquella ventana, de cristal helado por fuera y cálido por dentro, la silueta de
dos figuras podía verse en el segundo piso de aquel acogedor hogar. Aquella
noche desprendía un aroma a magia que se posaba lentamente sobre el techo de la
familia.
―No
tengo sueño, papá.
El padre, intentando
desviar la atención de su hija, miró hacia la ventana.
―¿Has
visto cómo cae la nieve?
―Hoy
hay más que otras noches―respondió mientras
rodaba por la cama.
El padre, mirando su
reloj de bolsillo, lo cerró sonriendo y le dijo a la niña:
―Claro.
Eso es porque hoy es una noche especial.
―¿Por
qué?―quiso saber con suma atención.
―Existe
un cuento que afirma que hace años ocurrió algo esta misma noche. Algo tan
grande que cambió el mundo de muchas personas―dijo el padre con la mirada perdida a
través de la ventana―. Un
acontecimiento que el tiempo moldeó hasta convertirlo en leyenda.
―¿¿¿Ah
siii???―preguntó la
niña con una expresión de exagerada curiosidad―¿Me la cuentas?
Mientras su padre guardaba el reloj de nuevo en su bolsillo y volvía
hacia ella, se sentó en la cama acariciando su frente y respondió:
―Claro
que sí―afirmó
arropándola―Se titula: La
Noche del Destino.
Cuenta la leyenda
que hace muchos años un hombre vagaba sin rumbo por la ciudad. El frío invierno
sacudía su bufanda sin descanso, su abrigo danzaba a un ritmo hipnótico a cada
paso que daba y su pelo se alborotaba a pesar de estar protegido por un recio
gorro de lana. Caminaba contemplando los adornos navideños. Los comercios
vestían sus fachadas con flores, bolas de colores, gorros de Santa Claus y
alfombras rojas a través de las avenidas.
Aquel hombre hubiera
sonreído si no hubiera olvidado cómo hacerlo.
Llegando a orillas
del nocturno mar se paró a descansar. Allí sentado en una pequeña estructura de
mármol, aguardó la llegada de la Luna desde el lejano horizonte. Ansiaba que su
guardiana se reflejase en sus ojos como cada noche. Entonces miró sus manos, y
recordó que había olvidado el calor que un día las recorrió.
Pasado el tiempo
otro hombre se sentó junto a él. Portaba un abrigo rojo con bordados dorados y
un bastón con los mismos colores coronado por una gran bola de oro en su pomo.
Por su figura y sus manos podía verse que era un anciano. Su rostro permanecía
oculto bajo un embozo de sombras decorado con un silencio que no duró
demasiado.
―Bonita
noche―dijo una voz
ronca bajo la capucha.
El hombre asintió amablemente, apartando la vista de la Luna por
solo un instante.
―Este
es un buen lugar para observar―añadió el desconocido.
―Me
gusta venir aquí―respondió finalmente el hombre―, Me ayuda a desconectar.
―Cuántas
historias habrá visto esa diosa plateada en las miradas de la humanidad―prosiguió el encapuchado―. Seguro que si pudiera hablar narraría
más penas que alegrías.
El hombre afirmó
para sí con algo parecido a una sonrisa.
Un silencio largo se
adueñó del lugar. El oleaje decoraba la noche con un leve susurro y las
conversaciones de la gente que paseaba apenas eran más que pequeños ecos en un
lienzo de tranquilidad.
―¿Usted
también necesita tiempo para olvidarse de todo?―dijo el hombre.
―¿Tiempo
dices?―preguntó el
anciano entre risas―. Tiempo es lo
último que necesito buscar. Mas que venir para olvidar, vengo para hacer que
todo se pueda recuperar.
El hombre no
comprendió aquella respuesta, y a pesar de una inquietud que no alcanzaba a
entender, quiso quitarle importancia a las palabras del anciano:
―Es una
fría noche esta―respondió al fin sin saber qué decir. Pero el anciano, que no
iba a permitir un cambio de conversación, respondió:
―Tan
fría como un corazón que olvidó su propósito… ¿verdad?
Finalmente ambas
miradas se cruzaron, y pudiendo distinguir los ojos de aquel encapuchado, este
sentenció:
―Sé por
qué estás aquí.
Un escalofrío
recorrió la espalda del hombre, que se había quedado sin palabras ante aquel
siniestro ser. Confuso como nunca antes en toda su vida, no
pudo evitar pronunciar una pregunta a duras penas cual acto reflejo de
curiosidad y temor a partes iguales.
―¿Quién
es usted?
El anciano volvió a
reír levemente.
―Eso
depende de cómo prefieran llamarme.
―Yo
soy...
―Sé quién
eres―interrumpió―. Créeme, no
hace falta que busques mi empatía. Hace mucho que la tienes.
El anciano por
primera vez dejó ver una grisácea barba. No muy larga salvo por la barbilla, en
donde sus dedos la mesaban de forma suave.
―Podrías
llamarme Fátum. Sí. Supongo que ese está bien.
El anciano hizo una
breve pausa.
―Pero
lo importante aquí no es quién soy yo, ni siquiera quién eres tú. Lo que de verdad
importa... es quién llegarás a ser.
―No le
entiendo―replicó el
hombre con recelo.
El anciano sonrió
sin dejar de mirarlo.
―Nadie
lo hace. Dicen que soy un tirano. Que nadie escapa de mi consejo ni de mi
veredicto. Me temen porque afirman que sé cuál será el final de su viaje aún
cuando ni siquiera ellos han decidido el rumbo. Dicen que me impongo a todo.
Que soy la personificación de los sueños fallidos por culpa de mi simple
presencia. Me han maldecido en cientos de lenguas y miles de épocas. Culpable
del que no se atreve y salvador del que se da por vencido. Mas yo me considero
un humilde consejero. La pregunta es: ¿A quién crees?¿A quienes dicen
conocerme, o al que nunca da su opinión?
El hombre meditó
durante unos largos segundos. Contemplaba de arriba abajo la silueta del
anciano envuelto en la túnica.
―Supongo…―dijo al fin―que a aquel que no necesita dar
explicaciones a aquellos que lo juzgan sin saber.
El anciano Fátum
sonrió como si esperase una respuesta así.
―Ahora
pues podemos comenzar a hablar.
El hombre, que se
mantenía inquieto a la par que desconfiado, pudo presenciar cómo la sonrisa del
viejo Fátum no se extinguía mientras buscaba algo en uno de los bolsillos de su
gran abrigo rojizo y dorado. Dejando a un lado su bastón, buscó hasta verse
reflejada en su tenue rostro una expresión de satisfacción al encontrar lo que
estaba buscando. Fátum miró al hombre, extendió su mano y le ofreció un pequeño
reloj de bolsillo tan antiguo como el tiempo mismo. Un reloj dorado con
inscripciones negras sujeto a unos pequeños eslabones del mismo color.
―¿Y
esto?―quiso saber mientras entrelazaba la cadena del reloj entre sus
dedos.
―Ábrelo.
Con sumo cuidado, apretando un pequeño botón en la parte
superior el reloj se abrió en la palma de la mano de aquel hombre.
―Está parado―dijo dirigiendo su mirada al anciano.
―Así es.
―¿Qué quiere que haga con él?―insistió.
―Nada.
De nuevo, el silencio.
―Este reloj no marca las horas. No necesita tu atención
para ser útil. De hecho, será él el que te estará vigilando hasta llegado el
momento.―Sosteniendo de nuevo su bastón y ocultando aún más su rostro, el
anciano apoyó sus manos sobre el pomo dorado que coronaba su fiel apoyo―. El
tiempo es muy relativo. Puede pasar tan rápido que asusta, o tan lento que se
convierte en una agonía. Con este reloj ocurre algo parecido. Solo se activa en
las manos de aquel que tiene un motivo para el latir de su corazón. Sus agujas
se mueven al ritmo de aquello por lo que uno más esté dispuesto a luchar.
―Por eso no se mueve…―añadió el hombre.
―Exacto.
Con aquel reloj sujeto firmemente, casi con rabia,
recordó por un instante el calor que una vez sintió en sus gélidas manos.
―Pero…―añadió Fátum― yo sé cómo puedes hacerlo funcionar.
El hombre negó con la cabeza.
―Dudo mucho que eso ocurra.
―También dudabas cuando te pregunté si creerías quien
soy, y sin embargo, veo una chispa de ilusión y ganas de creer en lo que digo
en tus ojos.
Las manecillas permanecían quietas. El metal del reloj,
helado. Los doce números allí presentes le devolvían la mirada esperando ser
señalados…
Hasta que al fin asintió.
El anciano se levantó lentamente de su asiento y recolocó
su capucha antes de mirarlo para ofrecerle un pequeño papel:
―Ve a este lugar cuando creas que es el momento. Lleva el
reloj contigo. Al caer la noche, vuelve a mirarlo.
Tras aquello el anciano comenzó a alejarse lentamente.
Mientras, el hombre, con el reloj en una mano y el papel en la otra, se levantó
bruscamente y gritó antes de que se marchase:
―¿Cómo sabré que no me equivoco?
Fátum, continuando con sus pasos y sin volverse hacia él,
le dijo:
―Arriesgándote.
Desvaneciéndose en la noche hasta hacerse invisible,
sentenció:
―A diferencia de lo que tu gente piensa, los espectros no
buscamos haceros daño.
Cuentan que después de aquella noche el hombre volvió a
su casa. Aguardó durante varios días con un único pensamiento en la cabeza.
Dudó y sintió miedo, pero algo le dijo que debía hacerlo.
Cuentan que llegada la noche que el hombre creyó oportuna, tras un día especial sin conocer el motivo exacto, obedeció las órdenes de Fátum al llegar a casa. Se sentó durante largo rato perdido en mil dudas y, cuando
estuvo preparado, cerró los ojos, respiró hondo, apretó con fuerza el reloj en
su bolsillo… y miró sus manecillas.
En ese momento, como si todo el daño jamás hubiera
existido, aquel hombre recordó cómo sonreír de verdad. Sus manos se volvieron
cálidas de nuevo. Su pecho volvió a latir con nueva vida.
Y a pesar de que no fue consciente de aquello, aquella misma tarde ocurrió un suceso que desde entonces, cambiaría las vidas de muchas personas:
Pues desde que cruzaron miradas, el reloj en su bolsillo se puso en marcha por sí solo.
Con su hija ya a punto
de caer rendida al sueño, arropada en su pequeña cama y abrazada a un peluche
antiguo, el padre besó su frente en mitad de un buenas noches, y echando un
último vistazo a través de la ventana, se giró para salir del cuarto.
―Papá…―dijo la niña luchando por que sus párpados
no se cerrasen.
―¿Sí?―respondió
ya bajo el marco de la puerta.
―¿Cómo se puede saber si esas historias son de verdad?
El padre, sonriendo y mirando a su hija con ternura,
volvió a acercarse a ella, sonrió, y en un leve susurro que su hija interpretó
como un secreto, confesó:
―Porque te aseguro que en algún momento alguien las vivió.
-Vii Broken Crown -
''Nunca te alejes de mí''-Mägo de Oz, Moriré siendo de ti-.
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