—¿Alguna vez has tenido
la sensación de que el tiempo es más enemigo que aliado? Esa sensación visceral
de ser avasallado por lo vivido, fría y cruel, sin intención de ayudar.
Hoy la he sentido.
Sé lo que estás pensando —me dijo—. No
estás de acuerdo. Crees que el tiempo es lo que la mayoría dice que es: La
mejor cura. La solución estrella. Crees que todo lo puede. Crees que todo lo
sana. No sé a quién se le ocurrió convertir al tiempo en sinónimo de olvido,
pero me habría gustado creer esa mentira.
Y te entiendo. En serio. Lo he escuchado
de mil personas. ¡La gran cura que en un principio nos negamos a aceptar! —rió.
Después suspiró—. En estos asuntos nunca he sido de creer que algo es más
cierto cuantas más veces se repita.
Por un segundo me pareció ver que acariciaba con ternura algo bajo su chaqueta, a la altura del corazón. Yo acababa de llegar, pero al verle me dio la sensación de que él llevaba allí desde antes del ocaso.
—Será
porque crees en otra cosa —le dije. Él asintió—. Siempre has sido más de la visión
fantástica de las cosas. Esa versión que no suele tenerse en consideración. Y
quien lo hace suele desecharla como falsa. Como errónea o exagerada.
—Precisamente por eso
estamos aquí —respondió. Acto seguido entrelazó sus dedos apoyado en el muro de
piedra, contemplando el horizonte nocturno como si buscara algo a lo lejos—.
¿Sabes? He escuchado tantas veces que mis acciones estaban equivocadas... tanto
tiempo escuchando que todos los errores me correspondían o que mis valores debían ser menos intensos… que le he
acabado cogiendo cariño al error —esbozó una media sonrisa contemplando el nocturno horizonte—. Supongo que acabé
creyéndomelo.
Descubrir que lo mejor de ti mismo no es
lo que se busca, por más que digan que sí. Que no es suficiente incluso cuando
estás dando más de lo que puedes soportar sin romperte —añadió echando un
vistazo a su propio cuerpo, quebrado en sombras y fragmentado. Después intentó
verse reflejado en un charco turbio que difuminaba su reflejo—. A la hora de la
verdad no importa quién seas, o lo que sientas. No importa lo que hiciste, ni
las veces que luchaste contra tus auténticos errores. La única realidad es que,
al final, acabas desechado cuando no te queda nada más por mostrar. Al final entiendes que pesan más las pequeñas diferencias que las grandes similitudes.
Durante unos minutos me quedé mirando sus heridas. Las grietas que rompían su
cuerpo aún estaban presentes. De menor grosor, pero en mayor
cantidad. Caminamos lentamente por las ruinas de las que intentó volver a
hacer su hogar. Los meses que deambuló por ellas, buscando piezas perdidas en una búsqueda incesante por
reconstruirse, fueron largos, extraños y difíciles de definir. Una luna
perpetua iluminó las olvidadas estructuras quebradas que permanecieron en pie.
Yo siempre le acompañé. En silencio. Como cada día. Pero en vista de su
búsqueda de aliados, aquella noche, cuando clamó mi nombre, me vi obligada a
intervenir. A susurrar.
—Has
dejado de creer —le dije adivinando su lucha interna. Él me miró sin llegar a girarse—. Uno de tus vientos se apaga.
—Eres de las pocas que
puede leer mis pensamientos —respondió—. No me creo que te extrañe después de lo que has visto.
—Sí. Lo vi —respondí incapaz de mentir—. Una pena. Sinceramente, creí que tu búsqueda había terminado. Me cuesta tanto verte así porque no me lo esperaba. Incluso desde aquí se pueden aprender cosas nuevas, por lo visto —él sintió mis palabras a su espalda sin dejar de caminar—. Pero aquí sigues, ¿no? En pie. Caminando.
—A duras penas, pero sí
—rió asintiendo con la cabeza—. No queda otra.
Entonces fui yo la que
sonrió, diciéndole:
—¿Conoces a alguien que haya pasado por lo mismo?
—Sin duda los habrá. Pero no. Me gustaría hablar cara a cara con quien pudiera comprenderlo.
—¿Fue fácil? —insistí.
—Lo más duro que he vivido hasta la fecha.
—¿Dudaste en continuar cuando adivinaste lo que ocurría aún siendo consciente de que la explicación no llegaba?
Él me miró intuyendo hacia dónde quería llevar la conversación, respondiendo:
—No querer creer fue el mayor de mis fallos.
—Por eso mismo veo frente a mí a alguien fuerte, con gran resistencia. De seguir creyendo a contracorriente. Si fueses alguien débil como sospecho que te sentiste por entonces, la lucha habría acabado a la primera. En cambio aquí estás, avanzando. ¿A trozos y rompiéndote? Pues sí, pequeño, no nos vamos a engañar a estas alturas. Pero te recompones más rápido de lo que te rompen. Intentas no crear nuevas grietas en otras personas antes de preocuparte por las que tú mismo ya tienes. Esa es la magia que te define.
Le vi sonreír, haciendo un esfuerzo por creer en mis palabras. Pero seguía sintiendo que su viento se asfixiaba.
—Hace mucho que ya no
vives en este mundo —me respondió. No le faltaba razón. Para él habían
sido unos pocos años, pero para mí el tiempo pasó de forma diferente—. La magia
es algo que ya no se busca. Se prefiere lo rutinario. Lo predecible. Aquello
que es exacto y sin variantes a lo que se aspira a encontrar. Que encaje tanto que las pequeñas diferencias se conviertan en algo negativo. No
se busca ni lo inesperado, ni mucho menos el valor de los pequeños
detalles distintos a lo que uno es —él hizo una pausa apretando en su mano el collar de su cuello—.
Te dirán que sí es importante, pero se marcharán buscando algo diferente. Supongo
que bajo la esperanza de encontrar lo mismo que tú eres capaz de dar, pero en
otro lugar donde además puedan recibir algo mejor.
Él frenó sus pasos.
Añadiendo:
—Quiero hacerte una
pregunta. ¿Cómo seguirías creyendo en algo que se han esforzado a conciencia en
demostrarte que no te pertenece?
Sentí como él esperaba
mi respuesta, por lo que dije:
—Sé que no puedes verme. ¿Podrías entonces negar que estoy aquí? —él quedó mudo, gesticulando una mueca de aprobación inesperada— Que no hayas encontrado lo que buscas no significa que no exista.
—Sabes cómo dejarme sin argumentos…—respondió.
—Bueno —reí—. Soy bastante mayor que tú.
Él sonrió cabizbajo.
—Me enseñaste mucho —susurró en un pequeño agradecimiento—. Pero, ¿acaso puedes negar que la esperanza también tiene su parte oscura?
—Todo la tiene. Incluso tú.
—Yo el que más. Está
claro. Ni tengo, ni busco, ni quiero la perfección. Vergüenza sentiría si al mirarme al espejo no viese reflejados todos mis errores. Pero ¿qué hay de ti? La
esperanza. A fin de cuentas te convertiste en su adalid. ¿Qué puedes decirme de tu lado
oscuro?
En aquel momento pude
haber maquillado mis palabras. Pero fui incapaz. Adornar una verdad habría sido
peor, por lo que respondí siendo sincera:
—La esperanza también puede hacerte caer en una búsqueda sin fin que no haga sino frustrar todo a tu paso. Creyendo constantemente. Buscando excepciones a las que aferrarte. Pequeños oasis cada vez más escasos. Convenciéndote de que todo el daño del camino es por un motivo que tendrá recompensa. Una recompensa que nunca se acerca, tatuada allí, en el horizonte. Siempre lejana. Siempre prometida —yo contemplé su gesto; era obvio que sabía de lo que hablaba—. Una búsqueda que, por desgracia, hay quienes nunca logran ponerle fin. ¿Que cuál es el lado amargo de la esperanza, me preguntas? Supongo que la espera...
—Entenderás entonces por
qué he dejado de creer —me dijo.
—¿Y
en qué crees entonces? —quise saber.
Él
guardó silencio unos segundos, dubitativo:
—Creo
que uno puede creer, pero no eternamente. Del mismo modo que un pájaro necesita
posar su vuelo para recobrar el aliento, un soñador necesita encontrar de vez
en cuando motivos que le demuestren que lo que busca existe de verdad.
En
sus ojos se reflejaron las estrellas. No se lo dije por no darle la razón, pero
vi en él cansancio. Agotamiento extremo. Aquellas grietas le estaban
consumiendo y a pesar de haber recuperado varios fragmentos, era evidente que
estaba perdiendo la batalla contra su Oscuridad. Observándole en
silencio mientras él centraba su atención en el manto nocturno, me di cuenta de
que acariciaba uno de sus dedos.
—¿Qué tienes ahí? —le
dije. Él siguió acariciando su dedo lentamente hasta posar el reverso de su
mano frente a sus ojos.
—Tal vez una señal del
destino. De esas que siempre han estado ahí pero a las que nunca prestas
atención.
—Déjame ver —le dije.
Allí, cerca de su nudillo encontré una cicatriz en el índice. Una de tantas
grietas que rompían su cuerpo en pedazos. Era una especie de media luna
invertida. Como una sonrisa volteada. Ambos nos miramos. La explicación no
tardó en llegar de sus labios:
—Curioso, ¿verdad? Lleva ahí toda mi vida y hasta hace pocas semanas ni siquiera me había fijado que formaba parte de mí. Eso me hizo buscar información. Hechizado por esa curiosidad fantasiosa de la que aún soy preso a ver si encontraba alguna explicación para estas marcas.
Y resulta que la encontré:
Existe un mito que afirma que el destino marca a ciertas personas. Una pista silenciosa cuyo significado han de interpretar para no centrar los esfuerzos de su vida en algo que no les corresponde. Mi sorpresa fue mayúscula al mirar el reverso de mi mano y ver que, efectivamente, yo mismo portaba esa marca de la que acababa de leer.
Observando su mano y
centrando su atención en el dedo que yo le señalé, la grieta en él pareció
crepitar oscuridad al empezar a hablar de ella. Acto seguido, como una
respuesta a su presencia, él añadió:
—Se dice que quienes
portan una cicatriz en su dedo índice izquierdo están destinados a no encontrar
jamás a alguien que les quiera para siempre.
—Tú
nunca has creído en el destino —le dije acercándome a él—. ``El destino es una
invención de aquellos cobardes que no se atreven a tomar sus propias
decisiones´´, fueron tus palabras exactas hace unos años.
—Y
lo mantengo —respondió—. Sigo sin creer que todo esté escrito. Me niego a mirar
para otro lado cuando las casualidades hacen su magia. ¿Que todo pasa por
algo? —rió—. Me niego a pensar que toda desgracia deba ocurrir por un
bien mayor. Me niego a creer que todas mis decisiones sean las acertadas para
aliviar mi conciencia. ¿Creer en el comodín del ‘‘todo pasa por algo?’’ —volvió a reír negando con la cabeza—. Mis valores no me permiten quitarme de encima el peso
de mis acciones con esa facilidad.
No. Cada cual es culpable de sus actos y lo que pueden acarrear a largo plazo en los demás. Culpar al destino es la vía rápida de los irresponsables. No me creo que esta cicatriz sea una marca para dejar de buscar lo que quiero, pero sí puedo darle el significado que yo prefiera. En mi caso veo una señal, una casualidad, un toque de atención que me hace replantearme ciertos pilares que creía inamovibles de mi propia personalidad.
En este punto, aquí, rodeado de los restos de lo que fui, empeñado en encontrar los fragmentos de mí mismo que perdí para tapar las grietas que me comen por dentro, empiezo a darme cuenta de que la búsqueda que inicié en estas ruinas ha cambiado de dirección.
Puede que tal vez ya no quiera recuperar
lo que fui.
Yo
arqueé una ceja.
—No
sé si te comprendo —confesé.
—Pues que ya no busco lo mismo que antes. Empiezo a rechazarlo, de hecho. Años atrás habría sido incapaz de negarle a alguien la oportunidad de conocerme y ahora, mírame; ya lo he hecho. Varias veces, de hecho —él comenzó a acariciar nuevamente su dedo índice—. Se me hace extraño ser consciente de eso, pues casi no me reconozco. Pero es así. ¿Que por qué? Supongo que no podría cargar a otra persona con el peso de lo que el pasado hizo conmigo. Nadie merece saber qué se siente.
—Sé cómo te sientes —le dije intentando tocarle sin éxito—. Pero esa tristeza acabará marchándose, quedando atrás como todo lo demás.
—Esa es la gran
diferencia. Ya no estoy triste. Hace tiempo que dejé de estarlo: Estoy harto. Cansado
de intentar recuperar una parte de mí que a la hora de la verdad siempre ha
sido menospreciada o maltratada. Tantos años deseando estar completo, como todos. Buscando
la respuesta ahí fuera en lugar de mirar hacia dentro. Pero ahora que estoy
aquí, en el punto más bajo al que he llegado jamás, las preguntas que me hago
son otras:
¿Y si ya no quiero estar completo? ¿Y si prefiero seguir roto? ¿Por qué
iba a querer recuperar los fragmentos que perdí para volver a ser el mismo que un
día se quebró, en lugar de dejar huecos que rellenar forjando nuevas piezas que me definan como alguien
diferente?
¿Y si quiero ser alguien nuevo y no el mismo pero reconstruido?
—Pero siento en tu interior que ansías dejarte conocer de nuevo —le dije—. Pero al mismo tiempo no quieres. Te noto... cansado de demostrar y sediento de recibir. Peligroso escudo que puede privarte de confiar y disfrutar.
—Tampoco he disfrutado teniéndolo. No plenamente al menos, no sin la amenaza diaria de perderlo. He centrado todos mis esfuerzos en un aspecto de la vida que lentamente me ha vaciado. ¿Y sabes una cosa? Aquí abajo. Allí donde la voz de la más oscura soledad siempre me aterró, he descubierto que estoy cómodo. Que ya no quiero depender de nada. Que mi vida es mía, sin miedos ajenos ni batallas mentales. Aquello que una vez me aterró se ha convertido exactamente en lo que busco.
A fin de cuentas no tener a nadie no me hace estar solo. Solo me he sentido en
compañía sin empatía. Allí donde mientras lloré recibí una espalda indiferente.
No pretendo quitar peso a mis errores. Los tuve. ¡Vaya que sí! —dijo en
amarga sonrisa golpeándose la cabeza— pero nadie puede negar lo evidente. Le he fallado a muchas personas a lo largo de mi vida, pero ni una sola vez fue a sabiendas. Algunas ni se
acordarán de mí a estas alturas, pero desde ahora, deseando tener lo que un día
temí, mi tiempo pienso dedicarlo a la persona a la que más he fallado por
encima de todas:
Yo soy lo que más anhelo encontrar. Y yo seré el destinatario de mi mayor esfuerzo. Si alguien
tiene que fallarme de nuevo, que sea mi más viejo conocido; pues tal como hice
en el pasado con otros, con gusto lo perdonaré las veces que haga falta.
Nuevamente le vi acercarse a la muralla de piedra, observando esta vez más allá de sus propias fronteras dando la espalda al que fue su hogar.
—Pero no más búsqueda desesperada. No más súplicas por compañía. Lo que tenga que venir, que sea sin buscarlo. Lo que tenga que quedarse, que sea porque quiere hacerlo. Pero no volveré a destruirme ante la promesa vana de que la próxima vez será la definitiva.
De nuevo acariciando la
cicatriz que dibujaba una grieta en su dedo índice izquierdo, cerró el puño con
fuerza como sellando sus palabras y de cierta forma, sellando una promesa.
Después, en un acto tan rápido e impulsivo que no logré impedir, introdujo la
mano bajo su ropa a la altura de las costillas y se arrancó un fragmento
creando una nueva grieta oscura. Creyendo que lo lanzaría al fondo del abismo,
pronto mi angustia se convirtió en alivio, pues lejos de desprenderse de él, me
lo ofreció. Ambos nos miramos sin llegar a vernos, pero supo encontrarme hasta
tomar mi mano. La grieta que quedó en su cuerpo fue grande, pero no eterna,
pues sus palabras me confirmaron que se trataba de un préstamo temporal:
—Estuviste ahí incluso
cuando te fuiste. No me fallaste y eres de las pocas que nunca lo hizo. Y a ti
pertenecen los escasos ‘‘te quiero’’ sin letra pequeña que he recibido —apretó
sus manos contra las mías invisibles, ofreciéndome parte de él mismo—. Este fragmento solo puede resistir una última vez. Una última bala. Confío
en que lo guardes por si algún día lo necesito. Pero no me lo devuelvas si no
te demuestran que lo merecen.
Aceptando su petición, abracé ese pequeño fragmento mientras él sonreía sin verme.
—No será fácil ganarse mi aprobación —le advertí.
—Cuento con ello —respondió sonriendo sin verme. A pesar de sus pérdidas, a pesar de su obvia lucha interior, en aquel punto no pude negar que fue la mejor decisión, pues si alguien podía guardar aquello a buen recaudo, sabiendo que no lo entregaría si no era de forma definitiva, era yo.
—Puede que no creas en
el destino —le dije—. Pero puedes creer en mí. No recuperarás este fragmento
hasta que esa nueva oportunidad, si llegara a haberla, tenga mi visto bueno. Pero puedo prometerte que no volveré a verte así si está en mi mano evitarlo.
—Sé que lo harás —respondió
marchándose para terminar su reconstrucción—. Pero no pienso buscar más. Mis
esfuerzos serán para otros asuntos por primera vez. Si no llegase a aparecer
nadie: No lo quiero; quédatelo. Al fin y al cabo, eres la única
excepción que me demostró que un amor puede ser eterno.
Sonriendo sin que pudiera verme, asentí cumpliendo su voluntad. Puede que aquel fragmento hubiera sufrido tantos daños que pocos se harían una idea real de lo que dolía sostenerlo entre mis manos, pero en ese momento juré que no volvería a tener ni una sola grieta. Nunca más. Ya fuese porque lo guardase conmigo para siempre, o porque le encontrara un nuevo hogar, eterno, seguro, y sin el menor atisbo de duda.
—Prométeme entonces que cubrirás tus grietas —le dije en contraposición en una especie de trueque—. Promete que volverás a estar completo. Aunque sea con nuevas piezas. Aunque dejes atrás las antiguas. Pero promete que tu Oscuridad no ganará.
Él me miró. Yo estaba nerviosa. Siendo sincera creí que nunca podría recuperarse de todo el daño que quebraba su espíritu, pero quería creer que estaba equivocada. Necesitaba pensar que esos ojos que le regalé volverían a brillar.
—No sé cuánto tardaré, pero te prometo que lo haré —respondió para mi alivio. Quise abrazarlo pero la realidad me lo impidió. Él lo supo. Yo lo sentí. Fue suficiente para los dos. Quedando atrás le vi marcharse por una de las avenidas en ruinas—. A fin de cuentas... ¿Qué somos sino cicatrices?
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