domingo, 24 de noviembre de 2019

Molinos de viento

Mil historias oí contar sobre un lugar a medio camino entre lo real y lo imaginario. Una tierra de magia, de leyendas de caballería e hidalgos cuya lanza es ir en contra de la razón. Un lugar para viajar y perderse en soledad. Un lugar donde el silencio tiene voz y los recuerdos tiñen el cielo con su aroma.

Un lugar donde el sol… funde el amor y el dolor.


Esa fue mi aventura: La de aquella semana en solitario en la que me perdí por los pueblos y carreteras de la Tierra Media Española a la que llaman Castilla La Mancha. 
Un viaje que comenzó subiendo una gran colina a altas horas de la tarde. Mi mochila a la espalda y la banda sonora que ahora mismo puedes escuchar eran mi única compañía. Al llegar arriba, allí donde la única elevación del terrero era la que tenía bajo mis pies, un paisaje llano teñido de rojizo atardecer se presentó frente a mí mostrándome el camino que debía seguir durante los días venideros. 

``El mirador de La Mancha´´, en Mota del Cuervo. Así lo llamaban. 
Un lugar donde el horizonte se juntaba con la tierra allá donde mirases y en el que, tal como esperaba encontrar, hallé el inicio de mi camino representado como un sol gigantesco iluminando los primeros molinos.

Nunca antes había viajado solo. Sin familia. Sin amigos. Al filo del anochecer allí estaba yo. Tan solo yo. Sin nadie más que los sentimientos que me llevaron hasta allí. 
Por entonces, de hecho, os reconoceré que no me veía capaz de hacerlo. ¿Emprender el camino en solitario? ¿Sin conocer las carreteras? ¿Sin nadie con quien compartir la experiencia? Tenía miedo, sí. Miedo de que algo saliese mal. Miedo a que no fuese todo según lo previsto. Miedo a que fuera cierto lo que tantas veces escuché. ¿Que por qué lo hice entonces si no estaba seguro de mí mismo? Precisamente por eso: 

Porque tenía miedo.

Me debía a mí mismo aquello. Demostrar que no era cierto. Que podía hacerlo. Que el miedo a hacer algo ya no enraizaba mis pasos. Por eso, frente a aquel sol cubierto por la sábana del horizonte, sonreí apretando en mi mano una libreta y emprendí un camino que duraría más de 1000 kilómetros por una tierra mágica donde reinaba la imaginación.

Las noches fueron duras. La primera de ellas la pasé en una buhardilla de hotel de un lugar llamado la Villa de Belmonte; en una de esas suites con el techo en diagonal y un pequeño ventanuco que, casualmente, mostraba una gran tormenta en la oscuridad. El silencio de la habitación facilitaba la voz de la inseguridad. Mis heridas eran más fuertes al caer la noche y verme en silencio frente a una cama medio vacía. Heridas que se manifestaban haciéndome desear que amaneciera para continuar con el camino del día siguiente.

Bautizando mi viaje como La Ruta del Quijote, me propuse imitar al legendario caballero, dejando libre mi imaginación, sin filtros, sin fronteras, abandonando toda lógica y visitando lugares famosos en los que Cervantes, siglos atrás, describió en sus escritos.

Visité la casa de Dulcinea, templo al amor idealizado.

Escribí bajo la sombra del parque Alces en Alcázar de San Juan.

Me adentré en la celda donde Cervantes estuvo preso. Allí donde se dice que escribió las primeras líneas de la obra más famosa de mi tierra.

Me perdí por el oasis al que llaman Lagunas de Ruidera, caminando junto a orillas que parecían imposibles de estar ahí en comparación con el resto de la región.

Me alojé en una casa que aparece en El Quijote conocida como La Casa del Ermitaño en lo más profundo de las Lagunas. Lejos de la conexión con el mundo tecnológico y las coberturas a las que tanto estamos acostumbrados.

Cené en un restaurante dentro de un molino, rodeado de parejas que derrochaban cariño en cada mutua mirada mientras, sin ser consciente, se me escapaba una sonrisa anhelando volver a tener algo parecido algún día.

Pero si algo recuerdo con cariño, fueron los momentos a lomos de mi caballo del siglo XXI. 
Esa fiel montura de cuatro ruedas que me llevó de un lado a otro bajo el sol de justicia de aquel agosto. Los parajes entre un pueblo y otro cambiaban de color con el pasar de los kilómetros. Allí donde antes había tierra, mas tarde hubo color rojo, amarillo, verde. Incluso bosques.
Mas nada puede compararse con salirse del camino establecido; abandonar la carretera que tenía pensado seguir y perderme a propósito por rutas desconocidas fuera del mapa.


Me perdí por aquellas carreteras alejadas de la ruta trazada por simple curiosidad, embrujado por un asfalto que rozaba el horizonte en eternas líneas rectas por viejas nacionales sin final. Por más que avanzase, la carretera no tenía fin. A cada paso el horizonte dos más se alejaba. Y así lo hice: Kilómetros y kilómetros que me separaban del camino previsto antes de partir que, curiosamente, fueron los que más disfruté.

Pues no sabía qué había más allá. 
No sabía lo que aguardaba en aquella curva. No había mapa al que acudir. Era pura libertad. Una libertad indescriptible al bajar del coche en mitad de la nada y encontrar un lago con un castillo a sus orillas. Fue allí cuando recordé, que lo no establecido, la incertidumbre del no saber y dejarse llevar, era lo que me mantenía vivo; un don que había olvidado y debía recuperar.

Pero como toda buena historia, lo importante no es el final, sino el camino: Lo que ocurre durante. Y hubo un momento que marcaría un antes y un después en esta aventura:

En el tercer día llegue a la colina más emblemática de esa tierra: Los molinos de Campos de Criptana.

Allí donde se basó la escena más emblemática de la literatura española. Cercano ya el ocaso, subí por callejuelas adornadas de turistas. El calor ya daba un respiro y comenzaban a soplar los primeros vientos crepusculares. Ante la inmensa sombra de aquellos gigantes, de carácter firme e imponente, caminé por la enorme colina visitando cada uno de ellos. Sus aspas, como paradas en el tiempo, daban la sensación de poder contar mil historias de siglos pretéritos.

El sol comenzaba a caer por un horizonte sin montañas y yo, sentado frente a uno de esos gigantes, sin previo aviso, sentí que el propósito de mi viaje había sido cumplido.
¿Cuál era? Os preguntaréis. ¿Llegar hasta allí? Para nada. Cualquiera puede hacerlo. La razón que me hizo viajar para contemplar esa estampa iba mucho más allá.

Reflejadas esas aspas en mis ojos, viajando con la compañía del silencio y el abrazo de todo lo perdido, allí, con la música del alma estremeciendo mi vacío, lloré.

Lloré frente al mayor símbolo de la fantasía. 
Como un santuario de aquel que intenta deshacerse de su imaginación. Como aquel que necesita gritar de impotencia para alejar sus demonios. Como aquel que necesita reunir fuerzas. Como aquel que, sin darse cuenta, había perdido parte de sí mismo. 
Como aquel que, aceptando por última vez la realidad para perderse en su imaginación, abandonó su espada a los pies del gigante sin intención de seguir luchando por lo que no pudo conservar.

Porque lo único que duele más que no conseguir algo, es saber que casi lo alcanzaste.

Siempre he pensado que los atardeceres simbolizan principio y fin al mismo tiempo.
Tanto porque te hacen recordar lo que has vivido, como por hacerte imaginar lo que te gustaría que ocurriese. 
Y aunque mi viaje continuó después de aquel día, para mí terminó allí. Un anclaje a ese lugar se forjó esa tarde mientras caía el sol junto al acero abandonado de lo que no logré ser por más que lo intenté, como un recuerdo de cierta ciudad donde nunca se hace de noche.
Un viaje que, si bien continuó su camino, su autor dio por terminado al escribir unas últimas palabras como epílogo de sí mismo que aquel agosto de 2018 escribí y hoy, finalmente comparto:


``En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre ya no podré olvidarme. No ha mucho tiempo viajó un hidalgo de los de sueños en astillero. Cuentan que en la soledad del viaje, una vida invisible que nadie recordaría llegó a la frontera de lo real y lo imaginario. Cuentan que allí, después de tanto silencio, hizo un alto en el camino. Recordó todo lo vivido, y frente a aquel monstruo centenario de aspas colosales, sin más compañía que la del eco vacío de su interior, recitó:

Qué triste mundo el incapaz de ver más allá de lo evidente. Amarga vida encadenada a la lógica carente de fantasía. Libertad que necesita el alma respirar para mantenerse con vida. Libertad que me regala la imaginación del no saber, del porvenir, de la incertidumbre que te permite disfrutar del momento. Imaginación que sigue viva, a duras penas, salvándome de un mundo gris que olvidó sus colores al ser demasiado real.

Frente a un gigante daré gracias por lo vivido, despidiéndome de quien quise ser recordando así que del guion de tu vida, siempre serás el único actor.
Frente a este gigante posaré mi arma para que el tiempo recuerde que estuve aquí, pero que finalmente me marché para no volver, pues mi lucha, por desgracia, había terminado sin nada más que poder hacer.


Lloraré aquí todo cuanto durante años he querido:
Pero qué triste sería no ver gigantes donde otros solo ven molinos´´.

-Vii Broken Crown-
``Amigo Sancho, escúchame: No todo tiene aquí un porqué. Un camino lo hacen los pies'´ -Molinos de viento, Mägo de Oz-

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