—¿Sabes una cosa? Este sitio iba a ser el más importante de mi vida.
Con la mirada en un horizonte nublado, sentado sobre rocas centenarias
cubiertas por el musgo de los años y la humedad de las olas, la voz quebrada
del que otrora fue perpetuo soñador se imponía al silencio de la última anaranjada tarde del verano.
Dejando caer un objeto brillante que se perdió en los restos del lugar, y sin mirar hacia atrás para dejar ver su mirada oculta tras una venda, inclinó
la cabeza adivinando los pensamientos de su compañía:
—Lo sabías, ¿verdad?
Su anónimo visitante, respetando la distancia que el tono de su voz
pedía a gritos, respondió casi con resignación:
—Siempre lo supimos.
El sonido del mar hizo juego con la melodía de la brisa. Aquel visitante, manteniendo las distancias, echó un vistazo alrededor: Su aliento exhaló un
suspiro de nostalgia al descubrir frente a él un paisaje de sobra conocido.
Un
lugar de esperanza. De valor. De inefable atmósfera onírica.
Un lugar donde el
vacío lo caracterizó en un principio y sobre el que se erigieron muros, torres
y hogares repletos de los más sinceros anhelos del corazón. Un lugar de futuro en el presente.
Un lugar que, lejos de su ya pasada gloria, dejando
atrás todo logro añejo, tornó en ruinas su existencia.
La vieja fortaleza, bien
conocida por ambos, aquella que durante tanto tiempo les
defendió a ellos y sus sentimientos, gritaba silencios agonizando en el olvido.
Apenas quedaron los cimientos de un reino que en sus mejores días aspiraba
a la mayor de las grandezas: La eternidad.
Aquel día todo cayó. Tan drástico fue que daba la
sensación de que todo lo construido fue en otra vida. Una amarga sensación
de falsa lejanía, de historia
antigua cuando la realidad es que no tuvo tiempo ni siquiera de empezar.
Principio y fin condensados en un prólogo que no pudo ser novela completa.
Costaba creer que hasta el baluarte más resistente de sus defensas finalmente cayó frente a la incansable marea de sombras que tambaleó hasta los pilares más resistentes de sí mismo.
Costaba creer que hasta el baluarte más resistente de sus defensas finalmente cayó frente a la incansable marea de sombras que tambaleó hasta los pilares más resistentes de sí mismo.
Torres quebradas esparciendo sus restos, aceptando que nadie puede
resistir para siempre por fuerte que sea su voluntad.
Piezas del vivir desordenadas por el suelo. Olvidadas. Pedazos
de un antiguo anhelo vital que clamaba en grito ahogado volver a ser
reconstruido, sabiendo que jamás ocurriría.
Todo aquello fue lo que su acompañante descubrió alrededor de alguien
que un día juró lealtad a lo que ahora no era más que un reino muerto.
—Inevitable —añadió su antiguo rey encogido de hombros mientras
contemplaba las ruinas.
—No era eso lo que decías —señaló el visitante.
—Dije tantas cosas en vano —respondió impasible.
—No todo quedó en palabras. Te vi restaurar grietas una y otra vez, convencido
de que las murallas debían seguir en pie.
—Tal vez siempre sospeché que al final caerían —confesó—. Pero aun así me
merecía la pena remendar los muros hasta que ocurriese.
—Tal vez… —repitió el visitante. El insistente acompañante, incansable
en su intento por mirarle a los ojos, se postró de rodillas. Lejos de cruzar miradas pues aquella venda en sus ojos lo impedía, un punzante
sentimiento atravesó el corazón del antiguo rey cuando sintió que su acompañante
se percató de algo:
—Tu cara… —dijo en un susurro incrédulo. El rostro del antiguo rey
yacía quebrado, como una roca agrietada, como la tierra en sequía.
—Dicen que la cara es el reflejo del alma—respondió en amarga sonrisa—. ¿Qué esperabas?
—Más bien lo dicen de los ojos —le respondió abatido. Él alzó el rostro. Un rostro
agrietado. Grietas en su ser teñidas de un
negro oscuro procedente de la encarnación más oscura de su propio corazón. Una
entidad que le consumía por dentro alimentada de las creencias que un día le mantuvieron con vida. Vaciándolo. Quebrándolo. Dejando al descubierto el caos que
se había adueñado de su interior. Desprendiendo la venda de sus ojos y dejando
caer en el proceso trozos de su tez cual estatua de arena reseca, le invitó a
mirarle directamente, pupila contra pupila, respondiendo:
—¿Y qué ves en mi mirada?
El visitante guardó
silencio con un nudo en la garganta hecho de pura certeza. El dolor compartido
entre ambos al chocar sus pupilas era tal que se vio obligado a apartar la
mirada, respondiendo:
—Veo lo que diste.
El extinto rey negó con la cabeza buscando su
reflejo en un pequeño charco a sus pies:
—Yo veo lo que quedó —de nuevo le miró—:
Restos.
Recogiendo la venda
del suelo, su acompañante se levantó dándole la espalda y contemplando las
lejanas nubes que se dibujaban sobre el horizonte del mar.
—¿Y qué esperabas al adentrarte en la tormenta?
—le dijo—. En gran parte esto ha sido culpa tuya, ¿sabes? Años intentando alcanzar el
ojo de la tempestad. Convencido de que ir contracorriente era buena idea. Y si te preguntase estoy seguro de que seguirías intentando llegar. Está bien levantar los pies del suelo. Volar en busca de
lo que uno cree. Siempre y cuando se tenga la certeza de que es real. De que ese
objetivo se puede alcanzar —el acompañante de ojos púrpura se giró hacia el
rey, serio y reprochador—. Creo recordar que ya te enseñaron el precio de soñar
con lo inalcanzable. De enamorarse de la luna. De que los amores imposibles…
—…También existen… —dijeron ambos a la vez. Su conexión intercambió
miradas al instante compartiendo nostálgica sonrisa.
—No podría olvidar aquella noche —añadió él con cariño en sus palabras—.
Pero creo recordar que de de eso se trata también. Soñar es creer en lo
imposible. Pase lo que pase. Por más que el camino duela —cogiendo uno de sus
fragmentos del suelo, y rozándolo con la yema de sus dedos con cariño mientras
recordaba su origen, por un segundo volvió a
revivir un minúsculo eco del poder que un día albergó. Mas pronto se apagó. Dibujando una nueva grieta donde en otro tiempo desfilaron
lágrimas, su rostro volvió a quebrarse incapaz de recordar sin consecuencias—.
Creer… hasta las últimas consecuencias.
—¿Te arrepientes? —se atrevió a preguntar. El rey pensó largo y tendido
su respuesta.
—No. ¿Podrías arrepentirte de haber sido feliz? Arrepentirse de un buen
recuerdo es faltar al respeto a quien fuiste tiempo atrás.
—Y a todos a quienes te acompañaron —puntualizó el visitante,
orgulloso. Después, finalmente, tomó asiento a su lado—. Bueno es saberlo.
Una pausa en la que
ambos reflexionaron los distanció.
—Las cosas ahí dentro no van
demasiado bien —dijo el acompañante cruzándose de brazos.
—Me hago una idea —respondió rozando las grietas de su cara con terror
disfrazado de indiferencia. Mostró duda antes de preguntar con cierto miedo—.
Nunca antes… ¿verdad?
—Ni de cerca.
De nuevo ambos contemplaron las ruinas de todo lo vivido. La fortaleza
que sirvió de hogar para todo cuanto quiso conservar agonizaba en un silencio
fulminante que dejaba escapar pequeñas briznas de aire entre los difuntos muros
inservibles plagados de brechas por donde desfilaban vientos de derrota. Él
entonces se levantó. Bruscamente. Tanto que volvió a perder fragmentos de sí
mismo.
—Ven conmigo —dijo echando a andar sin esperarle.
Caminaron entre el extinto reino sorteando las piedras esparcidas por el
suelo.
Por el camino vieron una casa de techo desmoronado; hogar de una familia que no llegó a nacer.
Por el camino vieron una casa de techo desmoronado; hogar de una familia que no llegó a nacer.
Avanzaron por lo que fue la avenida principal encontrando restos de
comercios donde se vendían promesas a cambio de eternidad.
Estandartes roídos, algunos con el mástil roto, danzaban al leve viento
sin apenas fuerzas para alzar el vuelo saludando desde lo alto de los
destrozados muros. Uno de ellos se desprendió perdiéndose en los límites de la
vista.
Su acompañante pudo ver incluso un charco embarrado donde flotaban
palabras en papel mojado; correspondencia que ningún cartero consiguió entregar
en su destino.
El paseo terminó a las puertas de un gran edificio que, en
contraposición con el paisaje, mantenía la compostura mostrando algo parecido a
la grandeza de antaño. Un gran candado sellaba sus puertas junto a un pequeño
letrero que rezaba: ``Aún no´´.
—Sabes lo que hay
aquí, ¿verdad? —preguntó al visitante con el cerrojo en la palma de la mano.
—Sabes que sí. Pero,
¿por qué sellarlo bajo llave?
Él contempló el ojo de
la cerradura apretando con fuerza el metálico sello.
—Porque es lo último
que mantiene con vida lo que soy.
El visitante arqueó
una ceja sin comprender la respuesta.
—¿Lo más valioso de tu
ser merece un destino de esclavitud? —él lo miró, sorprendido—. No lo digo yo,
lo has dicho tú. Has estado ahí fuera. Sabes lo que es luchar en cien batallas.
Sabes lo que se pierde, sabes que a veces hay que luchar aún cuando la derrota está garantizada. Pero, ¿te imaginas
volver de una batalla siendo el único superviviente, y que tu pago fuese pasar
el resto de tus días en prisión? ¿De qué sirve sobrevivir si aquello que lo
consigue sufre el mismo destino de lo que pereció? Puede dar miedo. Podrás
sentir pavor de perder lo último que quedó en pie. Pero no te engañes creyendo que bajo llave conservará su valor:
Pues ocultar lo que permanece con vida no es más que otra forma de dejarlo morir.
El rey sin reino
asintió con una media sonrisa cargada de complicidad. Incapaz de rebatir las
palabras de su compañía, miró con gesto lento al artífice de las palabras que
removieron los restos de su interior, respondiendo:
—Veo que sigues dando
buenos consejos.
—Es mi naturaleza. Mi
razón de ser. Al igual que la tuya es reconstruir una y otra vez.
Ambos guardaron
silencio, sonriendo cabizbajos. Él seguía sujetando el candado. Un candado
destinado a ser abierto pero de negada oportunidad.
—¿Cómo puedes estar aquí? —preguntó al fin.
El acompañante, conociendo perfectamente el
motivo de su pregunta, pues él provenía de un mundo distinto al de la realidad,
respondió con cariño posando una de sus alas en su hombro:
—Porque a pesar de todo, sigues creyendo en lo
imposible.
Una pregunta atormentó
su mente. Quería, no, ansiaba formularla. Con todas sus fuerzas. Un deseo
irrefrenable de que sus labios pronunciasen la cuestión que, por otra parte,
temía conocer respuesta. Mas no tuvo en cuenta de que frente a su acompañante
sobraban las palabras.
—Dilo —le dijo—.
Pregúntalo.
Él tragó saliva estrangulado
por los nervios. El camino que trazó un último río en sus mejillas sanó una de
sus grietas a su paso.
—Pronúncialo —insistió.
Inspiró. Secó su
rostro y con las últimas fuerzas de su interior echó un vistazo a los derruidos
restos de su propia historia antes de atreverse a pronunciar:
—¿Qué aconsejan los
vientos del Norte?
Su acompañante sonrió
como si hubiera visto un viejo amigo aparecer en el horizonte.
—Reconstruye, pequeño.
Recupera las piezas que definen tu ser. No eches la vista atrás si no es para
recordar quién eres; quién no debes dejar de ser. Busca los fragmentos de un
alma pulverizada y devuélvelos a su lugar para sanar las grietas que desgarran
tu mirada. Abre ese cerrojo. Libera cuanto queda vivo en ti y muéstraselo a
alguien más. Háblale de la grandeza de tu antiguo reino. Dile lo que lograste
tiempo atrás y cuán feliz hiciste, y te hicieron. Confía en que ahí fuera hay
reinos tan grandes como este lo fue, de distinta bandera pero idénticos
valores.
Quédate con lo bueno por encima de todo, pocos lo hacen pues lo fácil es dar importancia a lo negativo. Lucha
por mantener vivo el recuerdo verdadero que te mantuvo con vida y no te dejes
engañar por las mentiras que la inseguridad es capaz de hacerte creer, pues así es como muchos acaban perdiendo aquello que ya tenían y creyeron no haber
hallado.
Desempolva tu vieja espada. Sal ahí fuera en su busca. Recupérala del
suelo por más que el óxido la asedie, aunque sea con sus restos quebrados, y
vuelve a alzar tu grito de batalla por otro reino que no necesite perpetua
defensa. Defiende tus restos si hace falta con la espada en una mano y las
llaves del reino en la otra cuando nadie más quede para hacerlo.
Solo así, volviendo a estar completo, aunque agrietado…
Solo así, cuando tus grietas encajen con otras ajenas, descubrirás, al fin, lo que es no luchar en vano.
En medio de un abrazo
que se tornó inevitable, el extinto rey recuperó uno de sus fragmentos
cubriendo una grieta cual puzzle recomponiéndose. Con la puesta de sol sobre las
ruinas de todo lo que quedó atrás comprendió que había empezado un nuevo viaje.
Lejos de los cielos, de las nubes, de las tormentas. Tocaba ser realistas y
caminar con los pies en el suelo, buscando solo aquello que demostrase ser seguro desde sus inicios. Redirigiendo su mirada hacia las últimas puertas que permanecían en
pie, asintió para sí:
—Abriré las puertas,
pero solo cuando vuelva a estar completo.
El acompañante
negó.
—Nunca volverás a
estarlo del todo. Pero esa ya no es tu guerra. No se trata de continuar buscando lo que perdiste, sino de sobrevivir a pesar de haberlo perdido. Hay piezas de ti que jamás recompondrás. Fragmentos de quien fuiste que se perdieron para siempre.
Tan solo recupera lo que necesitas. Y planta cara a la Oscuridad que te come por dentro, pues en el interior uno puede hallar tanto la mayor de las fortalezas como el peor de los enemigos —extendiendo su brazo el rey sintió cómo depositaba algo entre sus dedos—. Pero porta siempre cerca la llave y, cuando te pregunten por qué la llevas, sé honesto contigo mismo y responde con sinceridad. Y más importante aún. Cuando llegue el momento, y alguien pregunte por las grietas que no lograste sanar, confía: Olvida el miedo a ser juzgado.
Tan solo recupera lo que necesitas. Y planta cara a la Oscuridad que te come por dentro, pues en el interior uno puede hallar tanto la mayor de las fortalezas como el peor de los enemigos —extendiendo su brazo el rey sintió cómo depositaba algo entre sus dedos—. Pero porta siempre cerca la llave y, cuando te pregunten por qué la llevas, sé honesto contigo mismo y responde con sinceridad. Y más importante aún. Cuando llegue el momento, y alguien pregunte por las grietas que no lograste sanar, confía: Olvida el miedo a ser juzgado.
El rey abrió
lentamente la palma de su mano y acto seguido miró a su acompañante. Este
asintió aguardando sellar la promesa. Con un ligero movimiento el agrietado rey tomó aquel objeto que durante tantos
años había portado, y abriendo la cadena que caía de él, entrelazó la extraña
llave que un día coronó su existencia alrededor de su cuello para, esta vez, no
volver a quitársela jamás.
—Que ni la tristeza ni
la rabia de lo que no fue definan este objeto ni a su portador. Que el feliz
recuerdo de todo cuanto aconteció haga justicia a lo que debió haber sido. Y
que las vidas de todos quienes alguna vez llevaron tu bandera junto al pecho te
recuerden con el mismo cariño que tú al recordar lo que llegasteis a construir
juntos. Pero sobre todo, que tu nuevo reinado haga justicia a quien decida
seguirte con un rey que no se defina por estar anclado al pasado. Un reino no
se define por sus fronteras, sino por sus valores. Y los tuyos
siguen intactos aunque las estructuras que construyeron hayan sido destrozadas hasta los cimientos.
Que la corona quebrada no olvide de dónde viene, pero que no pierda de vista hasta dónde debe llegar:
Que la corona quebrada no olvide de dónde viene, pero que no pierda de vista hasta dónde debe llegar:
Larga vida a un reino renacido. Larga vida a quien deberás llegar a ser.
Con el colgante de
nuevo en su cuello una grieta cicatrizó. La corona volvía a estar en su
legítimo lugar. Con un último vistazo frente al mar, el acompañante adoptó su
verdadera forma, y perdiéndose en un elegante vuelo sobre las aguas, retornó al
rey en un fugaz destello violeta atravesando su pecho, dejando tras de sí un susurro desde el eco del corazón que murmuró:
—No pierdas el Norte.
``Se han
agrietado los cielos cubriendo de hielos la mirada de una flor. El Viento del
Sur se suicidó: Se ahorcó con un rayo de sol´´ -Mägo de Oz, In Eternum-
-Vii Broken Crown-
Existe una bruja, a media noche mientras toma el té, recordo el pasado y decidió mirar al presente de aquellos perdidos en el camino. Encontrar ruinas es lo último que esperaba.
ResponderEliminarTal es el destino de quien intentó dar todo cuanto tenía en su interior y aún así siguió sin ser suficiente. Alguien roto por dentro, rodeado de las ruinas de lo que él mismo fue, con el único consuelo de saber que, por lo menos, mereció la pena haberlo vivido sin importar el final.
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