sábado, 19 de octubre de 2019

Grietas de Oscuridad


    —¿Sabes una cosa? Este sitio iba a ser el más importante de mi vida.

    Con la mirada en un horizonte nublado, sentado sobre rocas centenarias cubiertas por el musgo de los años y la humedad de las olas, la voz quebrada del que otrora fue perpetuo soñador se imponía al silencio de la última anaranjada tarde del verano.

    Dejando caer un objeto brillante que se perdió en los restos del lugar, y sin mirar hacia atrás para dejar ver su mirada oculta tras una venda, inclinó la cabeza adivinando los pensamientos de su compañía:
    —Lo sabías, ¿verdad?
    Su anónimo visitante, respetando la distancia que el tono de su voz pedía a gritos, respondió casi con resignación:
    —Siempre lo supimos.


    El sonido del mar hizo juego con la melodía de la brisa. Aquel visitante, manteniendo las distancias, echó un vistazo alrededor: Su aliento exhaló un suspiro de nostalgia al descubrir frente a él un paisaje de sobra conocido. 
   Un lugar de esperanza. De valor. De inefable atmósfera onírica. 
   Un lugar donde el vacío lo caracterizó en un principio y sobre el que se erigieron muros, torres y hogares repletos de los más sinceros anhelos del corazón. Un lugar de futuro en el presente. 

   Un lugar que, lejos de su ya pasada gloria, dejando atrás todo logro añejo, tornó en ruinas su existencia. 

   La vieja fortaleza, bien conocida por ambos, aquella que durante tanto tiempo les defendió a ellos y sus sentimientos, gritaba silencios agonizando en el olvido.
Apenas quedaron los cimientos de un reino que en sus mejores días aspiraba a la mayor de las grandezas: La eternidad.

    Aquel día todo cayó. Tan drástico fue que daba la sensación de que todo lo construido fue en otra vida. Una amarga sensación de falsa lejanía, de historia antigua cuando la realidad es que no tuvo tiempo ni siquiera de empezar. Principio y fin condensados en un prólogo que no pudo ser novela completa. 
   Costaba creer que hasta el baluarte más resistente de sus defensas finalmente cayó frente a la incansable marea de sombras que tambaleó hasta los pilares más resistentes de sí mismo.

   Torres quebradas esparciendo sus restos, aceptando que nadie puede resistir para siempre por fuerte que sea su voluntad.
   Piezas del vivir desordenadas por el suelo. Olvidadas. Pedazos de un antiguo anhelo vital que clamaba en grito ahogado volver a ser reconstruido, sabiendo que jamás ocurriría.

   Todo aquello fue lo que su acompañante descubrió alrededor de alguien que un día juró lealtad a lo que ahora no era más que un reino muerto.

  —Inevitable —añadió su antiguo rey encogido de hombros mientras contemplaba las ruinas.
   —No era eso lo que decías —señaló el visitante.
   —Dije tantas cosas en vano —respondió impasible.
   —No todo quedó en palabras. Te vi restaurar grietas una y otra vez, convencido de que las murallas debían seguir en pie.
   —Tal vez siempre sospeché que al final caerían —confesó—. Pero aun así me merecía la pena remendar los muros hasta que ocurriese.
   —Tal vez… —repitió el visitante. El insistente acompañante, incansable en su intento por mirarle a los ojos, se postró de rodillas. Lejos de cruzar miradas pues aquella venda en sus ojos lo impedía, un punzante sentimiento atravesó el corazón del antiguo rey cuando sintió que su acompañante se percató de algo:
   —Tu cara… —dijo en un susurro incrédulo. El rostro del antiguo rey yacía quebrado, como una roca agrietada, como la tierra en sequía.
   —Dicen que la cara es el reflejo del alma—respondió en amarga sonrisa—.  ¿Qué esperabas?
   —Más bien lo dicen de los ojos —le respondió abatido. Él alzó el rostro. Un rostro agrietado. Grietas en su ser teñidas de un negro oscuro procedente de la encarnación más oscura de su propio corazón. Una entidad que le consumía por dentro alimentada de las creencias que un día le mantuvieron con vida. Vaciándolo. Quebrándolo. Dejando al descubierto el caos que se había adueñado de su interior. Desprendiendo la venda de sus ojos y dejando caer en el proceso trozos de su tez cual estatua de arena reseca, le invitó a mirarle directamente, pupila contra pupila, respondiendo:
—¿Y qué ves en mi mirada?
            El visitante guardó silencio con un nudo en la garganta hecho de pura certeza. El dolor compartido entre ambos al chocar sus pupilas era tal que se vio obligado a apartar la mirada, respondiendo:
—Veo lo que diste.
El extinto rey negó con la cabeza buscando su reflejo en un pequeño charco a sus pies:
—Yo veo lo que quedó —de nuevo le miró—: Restos.
            Recogiendo la venda del suelo, su acompañante se levantó dándole la espalda y contemplando las lejanas nubes que se dibujaban sobre el horizonte del mar.
—¿Y qué esperabas al adentrarte en la tormenta? —le dijo—. En gran parte esto ha sido culpa tuya, ¿sabes? Años intentando alcanzar el ojo de la tempestad. Convencido de que ir contracorriente era buena idea. Y si te preguntase estoy seguro de que seguirías intentando llegar. Está bien levantar los pies del suelo. Volar en busca de lo que uno cree. Siempre y cuando se tenga la certeza de que es real. De que ese objetivo se puede alcanzar —el acompañante de ojos púrpura se giró hacia el rey, serio y reprochador—. Creo recordar que ya te enseñaron el precio de soñar con lo inalcanzable. De enamorarse de la luna. De que los amores imposibles…
       —…También existen… —dijeron ambos a la vez. Su conexión intercambió miradas al instante compartiendo nostálgica sonrisa.
        —No podría olvidar aquella noche —añadió él con cariño en sus palabras—. Pero creo recordar que de de eso se trata también. Soñar es creer en lo imposible. Pase lo que pase. Por más que el camino duela —cogiendo uno de sus fragmentos del suelo, y rozándolo con la yema de sus dedos con cariño mientras recordaba su origen, por un segundo volvió a revivir un minúsculo eco del poder que un día albergó. Mas pronto se apagó. Dibujando una nueva grieta donde en otro tiempo desfilaron lágrimas, su rostro volvió a quebrarse incapaz de recordar sin consecuencias—. Creer… hasta las últimas consecuencias.
       —¿Te arrepientes? —se atrevió a preguntar. El rey pensó largo y tendido su respuesta.
      —No. ¿Podrías arrepentirte de haber sido feliz? Arrepentirse de un buen recuerdo es faltar al respeto a quien fuiste tiempo atrás.
     —Y a todos a quienes te acompañaron —puntualizó el visitante, orgulloso. Después, finalmente, tomó asiento a su lado—. Bueno es saberlo.

            Una pausa en la que ambos reflexionaron los distanció.

    —Las cosas ahí dentro no van demasiado bien —dijo el acompañante cruzándose de brazos.
     —Me hago una idea —respondió rozando las grietas de su cara con terror disfrazado de indiferencia. Mostró duda antes de preguntar con cierto miedo—. Nunca antes… ¿verdad?
     —Ni de cerca.
   De nuevo ambos contemplaron las ruinas de todo lo vivido. La fortaleza que sirvió de hogar para todo cuanto quiso conservar agonizaba en un silencio fulminante que dejaba escapar pequeñas briznas de aire entre los difuntos muros inservibles plagados de brechas por donde desfilaban vientos de derrota. Él entonces se levantó. Bruscamente. Tanto que volvió a perder fragmentos de sí mismo.
     —Ven conmigo —dijo echando a andar sin esperarle.

Caminaron entre el extinto reino sorteando las piedras esparcidas por el suelo. 

Por el camino vieron una casa de techo desmoronado; hogar de una familia que no llegó a nacer.

Avanzaron por lo que fue la avenida principal encontrando restos de comercios donde se vendían promesas a cambio de eternidad.

Estandartes roídos, algunos con el mástil roto, danzaban al leve viento sin apenas fuerzas para alzar el vuelo saludando desde lo alto de los destrozados muros. Uno de ellos se desprendió perdiéndose en los límites de la vista.

Su acompañante pudo ver incluso un charco embarrado donde flotaban palabras en papel mojado; correspondencia que ningún cartero consiguió entregar en su destino.

El paseo terminó a las puertas de un gran edificio que, en contraposición con el paisaje, mantenía la compostura mostrando algo parecido a la grandeza de antaño. Un gran candado sellaba sus puertas junto a un pequeño letrero que rezaba: ``Aún no´´.

           —Sabes lo que hay aquí, ¿verdad? —preguntó al visitante con el cerrojo en la palma de la mano.
            —Sabes que sí. Pero, ¿por qué sellarlo bajo llave?
            Él contempló el ojo de la cerradura apretando con fuerza el metálico sello.
            —Porque es lo último que mantiene con vida lo que soy.
            El visitante arqueó una ceja sin comprender la respuesta.
            —¿Lo más valioso de tu ser merece un destino de esclavitud? —él lo miró, sorprendido—. No lo digo yo, lo has dicho tú. Has estado ahí fuera. Sabes lo que es luchar en cien batallas. Sabes lo que se pierde, sabes que a veces hay que luchar aún cuando la derrota está garantizada. Pero, ¿te imaginas volver de una batalla siendo el único superviviente, y que tu pago fuese pasar el resto de tus días en prisión? ¿De qué sirve sobrevivir si aquello que lo consigue sufre el mismo destino de lo que pereció? Puede dar miedo. Podrás sentir pavor de perder lo último que quedó en pie. Pero no te engañes creyendo que bajo llave conservará su valor: 

Pues ocultar lo que permanece con vida no es más que otra forma de dejarlo morir.

            El rey sin reino asintió con una media sonrisa cargada de complicidad. Incapaz de rebatir las palabras de su compañía, miró con gesto lento al artífice de las palabras que removieron los restos de su interior, respondiendo:
             —Veo que sigues dando buenos consejos.
           —Es mi naturaleza. Mi razón de ser. Al igual que la tuya es reconstruir una y otra vez.
            Ambos guardaron silencio, sonriendo cabizbajos. Él seguía sujetando el candado. Un candado destinado a ser abierto pero de negada oportunidad.
—¿Cómo puedes estar aquí? —preguntó al fin.
El acompañante, conociendo perfectamente el motivo de su pregunta, pues él provenía de un mundo distinto al de la realidad, respondió con cariño posando una de sus alas en su hombro:
—Porque a pesar de todo, sigues creyendo en lo imposible.

            Una pregunta atormentó su mente. Quería, no, ansiaba formularla. Con todas sus fuerzas. Un deseo irrefrenable de que sus labios pronunciasen la cuestión que, por otra parte, temía conocer respuesta. Mas no tuvo en cuenta de que frente a su acompañante sobraban las palabras.
            —Dilo —le dijo—. Pregúntalo.
            Él tragó saliva estrangulado por los nervios. El camino que trazó un último río en sus mejillas sanó una de sus grietas a su paso.
            —Pronúncialo —insistió.
            Inspiró. Secó su rostro y con las últimas fuerzas de su interior echó un vistazo a los derruidos restos de su propia historia antes de atreverse a pronunciar:
            —¿Qué aconsejan los vientos del Norte?
            Su acompañante sonrió como si hubiera visto un viejo amigo aparecer en el horizonte.
            —Reconstruye, pequeño. Recupera las piezas que definen tu ser. No eches la vista atrás si no es para recordar quién eres; quién no debes dejar de ser. Busca los fragmentos de un alma pulverizada y devuélvelos a su lugar para sanar las grietas que desgarran tu mirada. Abre ese cerrojo. Libera cuanto queda vivo en ti y muéstraselo a alguien más. Háblale de la grandeza de tu antiguo reino. Dile lo que lograste tiempo atrás y cuán feliz hiciste, y te hicieron. Confía en que ahí fuera hay reinos tan grandes como este lo fue, de distinta bandera pero idénticos valores.

Quédate con lo bueno por encima de todo, pocos lo hacen pues lo fácil es dar importancia a lo negativo. Lucha por mantener vivo el recuerdo verdadero que te mantuvo con vida y no te dejes engañar por las mentiras que la inseguridad es capaz de hacerte creer, pues así es como muchos acaban perdiendo aquello que ya tenían y creyeron no haber hallado.

Desempolva tu vieja espada. Sal ahí fuera en su busca. Recupérala del suelo por más que el óxido la asedie, aunque sea con sus restos quebrados, y vuelve a alzar tu grito de batalla por otro reino que no necesite perpetua defensa. Defiende tus restos si hace falta con la espada en una mano y las llaves del reino en la otra cuando nadie más quede para hacerlo.

Solo así, volviendo a estar completo, aunque agrietado… 
Solo así, cuando tus grietas encajen con otras ajenas, descubrirás, al fin, lo que es no luchar en vano.

            En medio de un abrazo que se tornó inevitable, el extinto rey recuperó uno de sus fragmentos cubriendo una grieta cual puzzle recomponiéndose. Con la puesta de sol sobre las ruinas de todo lo que quedó atrás comprendió que había empezado un nuevo viaje. Lejos de los cielos, de las nubes, de las tormentas. Tocaba ser realistas y caminar con los pies en el suelo, buscando solo aquello que demostrase ser seguro desde sus inicios. Redirigiendo su mirada hacia las últimas puertas que permanecían en pie, asintió para sí:
            —Abriré las puertas, pero solo cuando vuelva a estar completo.
            El acompañante negó.
         —Nunca volverás a estarlo del todo. Pero esa ya no es tu guerra. No se trata de continuar buscando lo que perdiste, sino de sobrevivir a pesar de haberlo perdido. Hay piezas de ti que jamás recompondrás. Fragmentos de quien fuiste que se perdieron para siempre. 
Tan solo recupera lo que necesitas. Y planta cara a la Oscuridad que te come por dentro, pues en el interior uno puede hallar tanto la mayor de las fortalezas como el peor de los enemigos —extendiendo su brazo el rey sintió cómo depositaba algo entre sus dedos—. Pero porta siempre cerca la llave y, cuando te pregunten por qué la llevas, sé honesto contigo mismo y responde con sinceridad. Y más importante aún. Cuando llegue el momento, y alguien pregunte por las grietas que no lograste sanar, confía: Olvida el miedo a ser juzgado.

           El rey abrió lentamente la palma de su mano y acto seguido miró a su acompañante. Este asintió aguardando sellar la promesa. Con un ligero movimiento el agrietado rey tomó aquel objeto que durante tantos años había portado, y abriendo la cadena que caía de él, entrelazó la extraña llave que un día coronó su existencia alrededor de su cuello para, esta vez, no volver a quitársela jamás.

            —Que ni la tristeza ni la rabia de lo que no fue definan este objeto ni a su portador. Que el feliz recuerdo de todo cuanto aconteció haga justicia a lo que debió haber sido. Y que las vidas de todos quienes alguna vez llevaron tu bandera junto al pecho te recuerden con el mismo cariño que tú al recordar lo que llegasteis a construir juntos. Pero sobre todo, que tu nuevo reinado haga justicia a quien decida seguirte con un rey que no se defina por estar anclado al pasado. Un reino no se define por sus fronteras, sino por sus valores. Y los tuyos siguen intactos aunque las estructuras que construyeron hayan sido destrozadas hasta los cimientos. 
Que la corona quebrada no olvide de dónde viene, pero que no pierda de vista hasta dónde debe llegar:

Larga vida a un reino renacido. Larga vida a quien deberás llegar a ser.

            Con el colgante de nuevo en su cuello una grieta cicatrizó. La corona volvía a estar en su legítimo lugar. Con un último vistazo frente al mar, el acompañante adoptó su verdadera forma, y perdiéndose en un elegante vuelo sobre las aguas, retornó al rey en un fugaz destello violeta atravesando su pecho, dejando tras de sí un susurro desde el eco del corazón que murmuró:


              
                                                               —No pierdas el Norte.

``Se han agrietado los cielos cubriendo de hielos la mirada de una flor. El Viento del Sur se suicidó: Se ahorcó con un rayo de sol´´ -Mägo de Oz, In Eternum-

-Vii Broken Crown-

2 comentarios:

  1. Existe una bruja, a media noche mientras toma el té, recordo el pasado y decidió mirar al presente de aquellos perdidos en el camino. Encontrar ruinas es lo último que esperaba.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tal es el destino de quien intentó dar todo cuanto tenía en su interior y aún así siguió sin ser suficiente. Alguien roto por dentro, rodeado de las ruinas de lo que él mismo fue, con el único consuelo de saber que, por lo menos, mereció la pena haberlo vivido sin importar el final.

      Eliminar